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EL SILENCIO

Al final todo sale bien...

  • Foto del escritor: Laura Villarreal A.
    Laura Villarreal A.
  • 30 jul 2023
  • 5 Min. de lectura

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Y sí, la historia obviamente iba a continuar. Tal vez mucho después de lo que se pensaba, pero, como a ustedes no les iba a quedar mal, el cuento viene con más carnita por contar. Como ustedes bien saben, desde hace ya un muy buen tiempo, andaba yo de charlatana por la vida con una deuda pendiente. Aunque, por salvarme el pellejo, debo resaltar que la deuda era conmigo, no con nadie más. Como les mencionaba en la publicación anterior, andaba de atrevida debiéndole a mi corazón una conversación que por meses y meses creí que podía ocultar sin mayor razón. La verdad es que crecí creyendo que tenía todas las capacidades, habidas y por haber, para permitirme callar aquello que me achicharraba o emocionaba el corazoncito, porque comunicarlo poco iba a importar. Mucho después aprendí que soy humana y, por solo por eso, me debo permitir sentir y exteriorizar. Es por eso que aquí va la historia completa de Laura evitando, teniendo, pidiendo y escapando de conversaciones incómodas en el último mes.


Sí, la vida es loca y me clavó todas las conversaciones incómodas en tan solo un par de semanitas, porque, al que no quiere caldo, se le dan dos tazas. Sí gente, me dieron un par de tazas de mi propio caldo porque la lengua es el azote … (no necesito terminarlo porque se volvió rutina decirlo en cada escrito últimamente). Resulta que, cuando pubiqué el anterior texto, yo tenía en mente sentarme a dialogar con alguien demasiado importante para mí. Yo necesitaba contarle cómo me había llegado a sentir porque, después de todo lo que me había pasado en los últimos años, lo que llevaba por dentro era una novedad que valía la pena ser escuchada, como mínimo. Y me refiero así a mis sentimientos porque, por más fuertes que ellos habían llegado a ser, nada iba a ser más importante que mi amistad con él. Al final de cuentas, esos sentimientos ya habían quedado atrás. Yo solo buscaba quitarme de encima aquello que por suficiente tiempo ya, me había carcomido las entrañas y no me dejaba en paz.


Tal vez era egoísta por pensar en que él no lo tomaría a mal. Tal vez creí que lo conocía lo suficiente como para saber que esa conversación no iba a trascender más allá de un “gracias por contarme, todo sigue igual”. Pero sea cual fuese el resultado, qué más da. La conversación era mía y por más de que él hiciera o deshiciera, yo necesitaba hacer las paces con mi alma; necesitaba sacármelo. ¿Egoísta? Bueno, la verdad me enorgullezco de serlo, entonces, porque poco me he puesto por encima de los demás por andar pendiente de las consecuencias que mis acciones pueden tener y no en lo que es realmente necesario para mí. Obviamente, por más de que lo que mi corazón hubiese llegado a sentir por él ya se había esfumado, me consumía la ansiedad de pensar en lo que podría llegar a ser de nuestra amistad después de esa conversación.


En fin, un miércoles cualquiera, con el corazón a mil y los sentimientos a flor de piel, le conté la locura que Cupido había causado. Me abrí, como siempre me abro con él, porque con él la vulnerabilidad nunca ha sido miedo. No les voy a negar, así como no se lo negué a él, que, por más de que esos sentimientos ya no existiesen, mi alma viviría plena si se vuelve a encontrar con la de él en alguno de los futuros que solo ellas son capaces de preveer. Por eso, para mí, era tan pertinente hablar; mi alma necesitaba algo de tranquilidad. Pero bueno, volviendo al miércoles, la conversación fluyó con relativa calma y normalidad. Sin mayor detalle de lo que él pudo llegar a sentir en ese momento, la vida siguió, al parecer, con más drama del que yo preveía. Lastimosamente, los resultados no fueron los que yo esperaba, pero, como ya les comentaba, quitarme ese peso de encima, era lo único que yo necesitaba.


Pero bueno, mi mejor amigo se acababa de ir a vivr a otro país, yo estaba en el proceso de salir con alguien, un par de días después me tatuaría y mi perrita no estaba para nada bien. Obviamente tenía otras cosas de qué preocuparme y, al final de cuentas, lo que importaba era que había podido descargar lo que me acongojaba. Pasaron los días, la vida se me hizo pedazos (historia para después) y ni él ni el prospecto de man con el que supuestamente estaba saliendo, aparecieron. Aquí fue cuando la vida me dio otra lección sobre las tan valagloriadas conversaciones incómodas: a veces también está bien no hablar porque, a veces, las personas no valen lo mismo que una conversación. Aquí fue cuando a mi mente vino todo lo que había aprendido en terapia sobre que, para sanar, solo me necesito a mí. Valía tres si esta persona no me quería escuchar o si la otra persona no me quería hablar. Al final de cuentas, todavía quedaba con quién dialogar.


Siguiento el tema, tocaba admitirles a mis papás, los de la fama ultraconservadora y las creencias bien exóticas, que su hija, la mata de la decencia y el buen ejemplo, se había tatuado. Tarde o temprano, ellos se darían cuenta, a pesar de lo oculto que el diseño estaba ubicado. Era mi cicatriz; la forma en que yo había decidido plasmar el dolor que, por tanto tiempo, había llevado por dentro. Ellos lo tenían que entender. No había de otra. Pero tenían que enterarse por mi boca. Me senté con mi mamá. Le mostré, le expliqué, lo entendió. Mi papá se enteró por mi mamá. Par días después, le dije como si nada. Se quedó atónito. Les gustó; “se ve bonito”, dijeron. Así, sin más, transcurrió una de las conversaciones que más me había limitado mi existir en los últimos meses…


Ahora, no me crean loca, pero otra de las conversaciones pendientes, que tanta larga le estaba dando, era conmigo. Pasé de una charla bien incómoda, donde me escucharon a solicitar un desahogo que fue totalmente ignorado, para llegar después a un “todo bien, tranquila”. Pero, no me iba a permitir seguir dejando pasar la oportunidad de sentarme a hablar con la persona más importante de mi vida, o sea, yo. Es que tenía que jalarme las orejas. Ya suficiente había sido el ignorar las señales que mi ser me mandaba. “Hola, reacciona, necesitamos ayuda”, me decía. Otra lección de vida venía: si escucho a los demás que a veces ni importancia tienen, ¿Por qué no darme tiempo y escucharme, si soy lo más importante que tengo? Después de sentarme a hablar conmigo, pedirme perdón, perdonarme, reaccionar y empezar a actuar, me di cuenta que todas estas conversaciones tenían una cosa en común: me dieron paz.


Hablar me devolvió la paz que callar me había quitado. Hablar me permitió volver a sentir lo que el corazón había bloqueado. Hablar me dio fuerzas, más de las que creía haber sacado. Hablar me demostró que, a pesar de lo que dijeran o hicieran los demás, hablar me salvaría la vida. Y es precisamente por eso que estoy hoy acá, reconociendo lo importante que ha sido inmiscuirme en la incomodidad de una conversación, para recuperar la tranquilidad de mi propia aceptación. Vale tres si peleamos, si no me cree, si lo que sea se acaba, si me deja de hablar o si se da cuenta de que mentí, porque hablé y lo hice por mí. A a pesar de que todo salga mal, al final todo siempre sale bien.

 
 
 

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