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EL SILENCIO

Cuánta falta le hace una buena conversación al corazón.

  • Foto del escritor: Laura Villarreal A.
    Laura Villarreal A.
  • 24 jun 2023
  • 6 Min. de lectura

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Creo que nunca en mi vida había hablado tanto de sentimientos con tanta confianza como lo he hecho en los últimos dos años y un tris más. Si bien he tenido diferentes espacios y personas con las cuales compartirlos, creo que lo que más me ha gustado de hablar de mis sentimientos, es el haber podido aprender a identificarlos. Y, sobre todo, haber podido aprender a sobrellevarlos, reconociendo la importancia de su existencia dentro de mi ser. Porque, si de alguna mejora se han percatado las personas con las cuales he tenido estas conversaciones, la más importante para mí ha sido que, con el pasar del tiempo, he dejado de ser una quejetas con mis sentimientos, para convertirme en una proactiva sentimental. Todo este entramado de palabras quiere decir que, no es que haya dejado de sentir; es que he aprendido a convivir con lo que llevo dentro. Eso sí, todavía queda bastante trecho por andar, especialmente en lo que respecta al sentimiento que más me cuesta aceptar: el amor en todas sus presentaciones. Suena raro, ¿no? Este blog ha sido una de mis plataformas favoritas para hablar del amor -romántico o no- sin sentirme juzgada o sin siquiera llegar a sentir el miedo que naturalmente me produce esa palabra. Es que amo escribir sobre el amor, ¿pero hablarlo? Esa es otra historia…


Es por lo anterior que hoy quiero robarme este espacio para hablar de ti, amor. No, no me refiero a ti, persona que no existes. Me refiero a ti, sentimiento que huye de ser vocalizado de vez en cuando y de cuando en vez. La verdad, después de haber llegado a un punto de consciencia superior sobre lo que pasa a veces dentro de mí, ya me da risa de lo ingenuo que es mi corazón al intentar salir corriendo de algo que no tiene escapatoria. Pero, como hay que tenerle paciencia al corazón, voy a echarles un cuento a ver si este loco decide soltar los miedos y recuperar la labia romanticona que me ha llevado a dedicar poemas, libros y canciones a amig@s y a un par de amores. A este órgano que constantemente culpamos de todo aquello que sentimos, lo cargamos de semejante responsabilidad de amar a otros sin a veces notar que es él el que nos ayuda a amarnos primero a nosotros. Como dice Camilo, mi cantante favorito of all times, “dicen que el corazón se tarda, pero que al final lo entiende”. Van a ver y sí, al final el cora siempre entiende que primero debe comprender su sentir, antes de empezar a recorrer el campo lleno de rosas rojas que, por más que chuzen y duela, su camino es fuente de sabiduría.


Entonces, reconociendo que, desde adentro, es la única forma de mirar hacia afuera, quiero hablar de un concepto que aprendí en uno de esos momentos en que la vida te tiene la respuesta frente a ti y tu no la quieres tomar: la libertad emocional. Como buena ñoña, me inmiscuí en la lectura al respecto, aprendiendo que la libertad emocional hace referencia a la capacidad que tenemos de gestionar nuestras emociones de forma tal que podamos reconocerlas, comprenderlas y aprender a controlarlas. Cuando me topé con este término, que al parecer está full de moda, aprendí una paradoja: entre más control tenga, más libertad logro. Fue algo extraño y sin sentido porque controlar una emoción implicaría suprimirla, ¿o no? Pues resulta que el control, en este caso, hace referencia a tener la capacidad de no dejarse llevar por la adrenalina de una ola de emociones y sentimientos, sino permitirse sentir de forma asertiva. Por ende, ser libre emocionalmente hablando, implica dejarse sentir, pero hasta un punto tal en que las emociones no se apoderen de nuestra capacidad de tomar decisiones. Entonces, ser libres emocionalmente resulta siendo la consecuencia de estar en control de nosotros mismos.


Aquí es cuando encuentro un gran ‘pero’ en esta teoría, aunque, encontrándolo, no busco desacreditarla sino salvarla. Siento más bien este ‘pero’ se convierte en una gran forma de robustecerla. Mi punto es que, el llegar a ese nivel de gestión emocional requiere un entrenamiento como el que le hacen a Po en Kung Fu Panda para lograr un estado de paz interior totalmente envidiable. Y, seamos realistas, ¿quién está para esos trotes? Definitivamente ni mi generación, ni la generación de mis alrededores, ni la del alrededor de ese alrededor... No obstante, a pesar de la imposibilidad de normalizar el entrenamiento al estilo Kung Fu Panda, creo que he encontrado una parte fundamental en los primeros baby steps del proceso: las conversaciones incómodas. Yo soy fiel creyente de que las conversaciones trascendentales, llenas de fundamento y vulnerabilidad son las únicas capaces de forzarnos a lograr una gestión de emociones idónea. Solo las conversaciones incómodas son capaces de hacernos pensar out of the box para quitarnos la ceguera ante cualquier brutalidad. Pero, como todo pero tiene su pero, siento que tener conversaciones incómodas es una necesidad y, al mismo tiempo, un privilegio porque la fortaleza emocional que se requiere para llevarlas a cabo asertivamente, es inconmensurable.


El meollo del asunto llega cuando, a pesar de creer fielmente en todas las repercusiones positivas de las conversaciones con trascendencia, somos unos overthinkers (o, dejando de lado el espanglish, somos -¿extra-pensantes?). Darnos a la tarea de pensar cómo, cuándo, dónde y para qué voy a dejar que, eso que llevo pensando eternidades, salga a la luz pública, es suficiente travesía mental, como para sumarle un factor de consecuencias, cuando reconocemos que estas conversaciones van en doble vía. Sí, son conversaciones de doble vía porque, por más que queramos evitar una respuesta, lo que hace verdaderamente incómodas a las conversaciones trascendentales es la incapacidad de saber cómo va a reaccionar o qué va a decir el receptor de nuestro mensaje. ¿Y si peleamos? ¿Y si no me cree? ¿Y si se acaba lo que tenemos? ¿Y si me deja de hablar? ¿Y si se da cuenta que mentí? Tantas cosas que podrían salir mal, que no nos centramos en lo verdaderamente importante: el quitarnos ese nudito en la garganta, ese peso extra en la espalda… Y es que, a pesar de que todo salga mal, al final siempre sale bien.


Yo sé que no es fácil sentarse frente a frente con la realidad, sudando la gota fría y esperando que el diccionario español que tanto estudiamos en el colegio, empiece a formular oraciones con cohesión y coherencia en el proceso de transmisión de semejante mensaje difuso. Definitivamente una cosa es practicar en la cabeza, o si quiera con el espejo, pero llegar a ver a los ojos al receptor de ese mensaje que nos lleva días carcomiendo las tripas, deja mudo a cualquiera. Es que las conversaciones trascendentales generan ansiedad. Solo el hecho de sentarme a escribir al respecto me estaba dando ganas de salir corriendo. Obviamente era un tema con el que quería evitar la exposición, porque sé que tengo una charlita pendiente. Qué ironía, ¿no? Siempre he sido de las que piensa en las consecuencias que la conversación va a traer para la otra persona, pero no en los beneficios que hablar y desahogarme traen para mí. Y, gracias a que me hicieron caer en cuenta de lo beneficioso que esto podría ser, fue que dije “es momento de ser consecuente”.


En una conversación con mi mejor amigo, en la cual hablábamos de sus amores y desamores, yo le aconsejaba sobre la importancia de hablar, de expresar nuestros sentimientos, y le decía: “no es justo conmigo misma que me guarde esto y no sea honesta con quién soy”. Intentando hacerle un llamado a evaluar sus posibilidades, le explicaba que, en mi parecer, una conversación incómoda lo iba a liberar de la encrucijada en la que se encontraba. Poco iba a saber yo que, meses después, cuando le pedía un consejo porque me encontraba en una situación similar a la que habíamos hablado antes, él me decía que yo no estaba siendo justa con mis propios sentimientos. Es que la lengua es el azote del que ya sabemos, definitivamente. Aquí fue cuando me abrieron los ojos a las malas y me di cuenta que era hora de empezar a aplicar lo que predico. Era el momento adecuado para ser honesta con mi esencia y reconocer mis sentimientos. Había llegado el momento de tener esa conversación incómoda que llevaba por dentro, carcomiéndome las entrañas, por quién sabe cuánto tiempo. Por más de que me hubiese ido relativamente bien evitándolo, ya el reloj marcaba las doce…


A pesar de que esta tarea de sentarme a dialogar con lo que llevo dentro ha traído como resultado el aceptarles que debo dar un salto al vacío para reconocerle a alguien más lo que siento, todavía no he logrado tener la valentía de la cual me jacto hablando y proponiéndoles usar de base para actuar. Sé que pronto me tocará repetir Kung Fu Panda a ver si logro avanzar en la construcción de esa paz interior que va a llevar a descansar mi corazón después de la encrucijada en que lo meteré. Sé que debo hacer justicia por mi sentir, pero no sé si este pálpito de que todo va a salir mal, me va a dejar vivir. No sé si sea capaz de encarar a alguien para admitirle lo que ya sabe. No sé si sea capaz de bajar la cabeza y aceptar que, donde manda capitán, no manda marinero. No sé cuándo, no sé cómo, pero sé que, en el momento que leas esta publicación, sabrás que la conversación sigue pendiente, porque es contigo. No sé cuándo, no sé cómo, pero sé que el capitán te tiene que contar algo por culpa de la distancia y de Cupido. No sé cuándo, no sé cómo, pero, si creían que esta reflexión iba a ser como el resto, lamento informarles que esta historia, continuará…

 
 
 

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