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EL SILENCIO

Oda a los amigos.

  • Foto del escritor: Laura Villarreal A.
    Laura Villarreal A.
  • 29 ago 2022
  • 5 Min. de lectura

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Si alguien hace siete años larguitos se hubiese sentado a mi lado a contarme cómo iban a transcurrir los próximos años de mi vida, jamás le hubiese creído. Si se me hubiesen acercado a decirme que encontraría mi familia elegida, tampoco les creía. O si me decían que iba a poder encontrar mi verdadero ser e identificar quién soy completamente al verme al espejo, les contestaba que estaban locos. Y digo que no le hubiese creído no por reconocer que la vida da mil vueltas, sino porque el entramado de historias, amores, locuras y dramas nunca se me hubiese pasado por la cabeza. Pero, por más imposible que pareciese, durante los últimos siete años, un mes y 16 días, me construí y deconstruí tanto que poco queda de la Laura que llegó aquel 14 de julio de 2015 a vivir a Bogotá.


Recuerdo muy bien ese primer día en la capital con mis papás, un montón de maletas llenas de ropa y la emoción más grande del mundo por iniciar una etapa de mi vida que yo había decidido por completo. Llegué lista para triunfar en el proceso de adaptarme a la adultez prematura, sabiendo que la iba a lograr. Llegué a una ciudad de la que poco conocía su esencia después de haber rechazado la oportunidad de la vida (irme a España a estudiar y probablemente quedarme triunfando en el extranjero por tener la nacionalidad). Llegué con las expectativas altas de estudiar, andar en lo mío, sacarla del estadio y graduarme. Llegué creyendo que lo único que estaba por aprender era a vivir 100% sola, sin mis papás, y a ser la mejor profesional en lo que quise estudiar. Llegué dispuesta a aprender, pero, sobre todo, segura de que poco o nada cambiaría de mí. Qué plan más tonto, ¿no?. Especialmente porque todos los planes siempre salen al revés y este, obviamente, no iba a ser la excepción. La verdad es que llegué sin tener la más mínima idea de lo que me iba a pasar a continuación.


Obvio llegué como buena primípara el primer día de clases más contenta que nunca a la universidad que yo había escogido para dar mis primeros pasos en torno a quien yo decidiese convertirme. Estuve feliz, aprendiendo y creyendo que estaba manejando todo a la perfección. Era obvio porque todavía nada me estaba retando lo suficiente como para salirme de mi zona de confort de niña criada independiente y con las capacidades multifuncionales de un adulto promedio. No obstante, a pesar de haber llegado con pocas ganas de un cambio trascendental, fue el tiempo demostrándome cómo, los que yo había considerado mis pilares de existencia durante mis últimos 19 años (y un poquito más) de vida, eran en realidad trabas impuestas por el contexto de donde venía. Cabe resaltar que si estás leyendo esta publicación y no has leído nada más del blog, es probable que no entiendas de qué hablo. Entonces, aquí va mi friendly reminder de chismosear el resto de contenido para no andar desactualizados. El punto es que, con el paso del tiempo, se me fueron desmontando miles de teorías que yo daba por sentado.


Me fui convirtiendo en lo inimaginable… terminé cuadrada con un rolo en segundo semestre, empecé a ser más liberal en lo personal, me fui tornando menos conservadora en lo político, logré ser más decidida y, sobre todo, pude convertirme en una persona menos temerosa. Esto implicó empezar a asumir retos de los cuales no estaba segura si fuese a ser capaz de asumir las consecuencias, pero la vida siempre sabe cómo hace sus cosas. Obviamente empezaron los retos a agrandarse y a convertirse en situaciones fuera de mi control que, de alguna u otra forma, me volteaban mis planes de un lado para otro. Sin embargo, así llegue el reto más grande del mundo, la vida siempre te pone herramientas para ayudarte a superarlo. Mis herramientas más importantes ya las mencioné antes: mi familia elegida.


Ellos poco saben contar a ciencia cierta la cantidad de veces que me levantaron de los huecos en los que -no literalmente- estaba metida. Llegar a las odiosas clases de siete y verle la sonrisa madrugadora a algunos o recibir el abrazo de sueño de otros, hacía mis días más fáciles. Llegar a clase después de haber llorado lágrimas de sangre y que me recibieran con una galleta de chocolate o un corazón achocolatado de la cafetería de la universidad, siempre me salvaba de más colapsos. Salir de clase y sentarme en la pecera hasta que cerraran y nos echaran, mejoraban cualquier nota mala que sacara. Estar entre huecos del horario en la biblioteca echando chisme de lo que había pasado el fin de semana, hacía de los inicios de semana, algo encantador. Pero, sobre todo, volver de vacaciones a los brazos, sonrisas y felicidad de mis amigos, me hacía pensar dos veces el tener que volver a alejarme de mi verdadero hogar cada junio o diciembre.


Ellos, sin que cualquiera se diera cuenta, se convirtieron en el pilar fundamental de mi proceso de deconstrucción y formación personal. Ellos, sin que cualquiera se diera cuenta, se convirtieron en todo lo que la Laura de Barranquilla alguna vez llegó a necesitar. Ellos, sin que yo me diera cuenta, se convirtieron en mi todo. Ellos se convirtieron en la literal definición de ‘hogar’. Me salvaron de los peores exámenes. Me salvaron de los peores horarios. Me salvaron de las peores tusas. Me salvaron de las peores peleas. Me salvaron de los peores llantos. Me salvaron de los peores lunes. Me salvaron de los peores fines de semana. Ellos, sí, todos y cada uno de ellos, hicieron todos y cada uno de los días vividos en Bogotá, la mejor versión de ellos.


Cuando decidí devolverme a mi ciudad natal hace un poco menos de un mes, sabía que no habría nada peor que separarme físicamente de ellos. En todo el proceso de mudanza que me tocó asumir como adulta responsable que vive sola, después de tres días de ataques de ansiedad constantes donde no era capaz de si quiera armar una caja para avanzar, me di cuenta que eran ellos quienes le daban sentido a todo. Ellos habían logrado sacarme mi mejor versión de lo más profundo de mi ser para que yo aprendiera que sí se podía y que, físicamente sola, estaba lista para poner en práctica todo lo que ellos me habían enseñado. Después de una semana dándole a la armada de cajas y desarmada de muebles, fueron ellos los que me recibieron con los brazos abiertos para demostrarme que, a donde sea que el destino me lleve, ellos están siempre conmigo.


Jamás podré ahondar en los innumerables relatos que llenaron de color mis días en la ciudad que me acogió por tantos años, pero estoy segura de que quedarán más de mil historias por contarles a nuestros nietos, hijos o sobrinos. Jamás podré enlistar la cantidad de veces que mis amigos, mi verdadera familia elegida, lograron sacarme una sonrisa sin esfuerzo después de lágrimas y desespero. Jamás podré poner en palabras la infinidad de momentos que viví con ellos y que me han forjado a ser quien soy ahora. Jamás podré expresar, ni en las mejores palabras del diccionario, la gratitud tan grande que siento por ellos. Pero, de lo que sí estoy completamente segura, es que, durante esta nueva etapa de mi vida, no me cansaré de agradecerles por todo lo que hicieron para salvarme. Sé que los llevo conmigo en mi mente, alma y corazón para así honrarles en cada paso que dé para llegar a la meta. Ustedes fueron, son y seguirán siendo fuente de inspiración en mis procesos. Estaré por siempre agradecida porque ustedes hicieron que estos últimos siete años de mi vida, se convirtieran en los mejores años de mi vida, hasta ahora. Eso sí, cheers a mil años más de todo con ustedes.


Les ama, Laura.


 
 
 

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