La historia detrás de las lágrimas de sangre
- Laura Villarreal A. 
- 16 may 2022
- 10 Min. de lectura

La historia que encontrarán posterior a este pequeño párrafo introductorio ha sido parte de la vida de todos, de alguna u otra forma. Unos pocos han tenido el beneficio de sobrepasar el obstáculo que le sigue sin mayor recelo ni preocupación. Otros, como yo, nunca hemos sido capaces de hablar al respecto. No obstante, algo cambió en mí desde hace ya un buen tiempo y he aprendido que, cuando se habla de traumas y dolores, siempre encontramos con quién empatizar. A veces es difícil o hasta incómodo ponerse en los zapatos de otros, pero ¿y si lo intentamos? ¿Esta loca de qué está hablando? Esta historia, que probablemente se alargue, es sobre el matoneo. No vengo a explicarles cómo funciona porque todavía sigo sin poder entender cómo algo tan cruel cabe en la cabeza de alguien. Vengo a ser sincera y contarles mi versión de la historia y las claras consecuencias que, hasta el día de hoy, siguen siendo piedras en mi camino.
Antes de contar el cuento por el lado que caiga, quiero resaltar que solo un par -o tal vez menos- de personas de mi presente, se conocen el compilado de experiencias que procederé a explayar. En este momento no sé hasta qué nivel de detalle vaya a llegar a esta historia, pero, por temas de respeto a aquellos que no me respetaron, seré lo más confidencial posible. Resulta, pasa y acontece que, durante muchos años de mi vida escolar, fui víctima de lo que algunos llamaban ‘creatividad inocente’ y otros reconocíamos como el peor dolor de todos. Cuando uno tiene 10 u 11 años, muchas cosas tienden a pasar por desapercibido, porque la conciencia frente a nosotros mismos no se ha terminado de formar (creo). En mi caso, recuerdo muy bien que, cuando yo estaba finalizando cuarto de primaria, mi mamá se fue a vivir a otra ciudad y yo me quedé viviendo con mi papá en mi ciudad natal. Habiéndome acostumbrado a vivir con mi mamá desde que ellos se separaron, era muy raro para mí el tener que apropiarme de hábitos nuevos. Esto, especialmente porque qué iba yo a saber del shampoo especial para mi tipo de cabello o la importancia de que la ropa se viera decente, si estaba viviendo con un hombre que se lavaba el cabello con head & shoulders y, en ocasiones, se ponía lo primero que encontrara.
A partir de un cúmulo de factores que no recuerdo muy bien, durante mi paso por quinto grado, me convertí -aún más- en el objetivo perfecto de cualquier niño configurado para matonear: la lambona de los profesores. Sí, desde chiquitica, mañosa por ñoña. Pero, ¿qué se le hace? Personalidad bien definida es lo que hay -ahora-. El caso es que obviamente empezaron los comentarios de mis compañeros y se extendieron hasta tal punto que yo llamaba a mi mamá llorando para suplicarle que me llevara con ella (a ver, comprensión lectora: ella estaba en otra ciudad) sin siquiera terminar el año lectivo. Finalizando quinto, mi mamá volvió y el choque traumático empezaba a calmarse, o eso me gustó creer. Yo ya había desarrollado suficiente resistencia a los comentarios volviéndome un poco darks y rockerita, pero, lo que en realidad estaba pasando, era que me estaba encerrando en una pelota de odio y rencor, dejando de lado lo que en verdad era yo. Con el pasar de los meses y sin siquiera llegar al bachillerato, yo no sé de dónde les servían tanto las neuronas, pero mis compañeros todos los días tenían un apodo diferente para mí. Si no era así, algo nuevo se inventaban para hacerme la vida imposible. Poco entenderíamos de las consecuencias tan nefastas que eso traería en un futuro…
Llegó séptimo grado y fue cuando más empecé a sentir mi distanciamiento con quienes había compartido ya un montón de años de vida dentro de las mismas clases aburridas. Para ese entonces, mi ñoñez me había empezado a llevar lejos en el ámbito académico. Estaba iniciando a escribir prosa, a participar en concursos de oratoria intercolegiales, a distinguirme en Modelos de Naciones Unidas y quién sabe qué más actividades de típica “lambona de profesores”. En realidad, eran actividades que me gustaban y me animaban a encontrar pasiones y felicidades en donde fuese que me llevase el camino. Pero llegó la celebración del carnavalito del colegio. A la directora de mi clase se le vino la brillante idea de nombrarme como Reina de la comparsa del curso. Oh sorpresa… nadie quería ser mi Rey Momo (el acompañante). Para acabar de rematar, ni siquiera mis compañeros querían asistir a las prácticas de la comparsa porque básicamente no estaban de acuerdo con que yo estuviese en frente. Literalmente es como si me hiciesen huelga por no sentirse “representados” por mí. ¿Por qué? Porque obviamente es muy divertido hacerle el feo a alguien que nunca en tu vida te ha hecho algo más allá de existir…
Desde entonces, decidí nunca más volver a participar en un carnavalito. El problema estaba en que fuimos llegando a noveno grado y empezaron los quinceañeros. Todo el mundo repartía descaradamente las tarjetas de invitación en el salón y prácticamente a ninguna fiesta me invitaron. De nuevo yo siendo del combo de las personas raritas del salón por el simple hecho de ver la vida diferente al resto. ¿Era demasiado amargada? Tal vez. ¿Aburrida? Jamás. A finales de ese año tan tortuoso para una adolescente normal, empecé a asistir a un grupo de teatro donde me di cuenta que encajaba más. Encontré el parche que sacaba mi verdadera esencia y, para que me crean cuando les digo que aburrida jamás, yo rumbeaba más que muchos de mis compañeros del colegio por el simple hecho de juntarme con gente diferente, gente como yo. Me disfrutaba cada pista de baile como si no tuviese que madrugar a colorear sin salirse de la raya al día siguiente. Me encantaba la idea de perrear hasta el piso, pero, a diferencia de mis compañeros, yo no ingería alcohol, ni hacía dramas de típica adolescente problemática.
Ya habían pasado muchos años y, después de noveno y las miles de situaciones donde constantemente me sentía menospreciada por compañeros de infancia, Laura había creado carácter. Empezaba a definir mis propios gustos frente a todo y a valerme tres tiras de lo que ya sabemos, todo aquello que los pendejos mañosos me quisieran decir. Igual, todos fuimos creciendo y dejando de lado tanta bobada que quemase nuestras neuronas innecesariamente. No obstante, las marcas estaban. Cómo iba a olvidar que, en la ruta del colegio, camino hacia las casas, se me sentaba al lado alguien a juzgar mi apariencia física. Cómo iba a olvidar la cantidad tan abrumadora de veces que escuché a esa gente decirme cualquier cantidad de apodos para hacerme notar que mi cola era más bonita que mi cara. Cómo iba a olvidar las incontables veces cuando me hacían un desplante por simplemente no querer ser igual que ellos. Cómo se me podía borrar de la mente el no poderme sentir parte de una comunidad porque era demasiado fea, ñoña y rara, como para si quiera hablarme y preguntarme si algo andaba bien… Era imposible.
Por mi propio bienestar, fui haciendo procesos extraños de sanación, pero las heridas eran demasiado profundas. Como yo lo veo, cuando pequeños, al no tener nuestra personalidad muy formada que digamos, se hace más fácil ignorar las situaciones, sin medir repercusiones futuras. Algunas de las personas involucradas en estos actos atroces, en algún momento de nuestro paso por el colegio, se acercaron a mí a pedirme perdón. Muchos otros siguieron como si nada hubiesen hecho porque nadie nunca les enseñó sobre las consecuencias de sus actos. Igual, a las patadas me tocó aprender a perdonar sin haber presenciado el arrepentimiento de los demás. Me tocaba apropiarme de mi situación, empoderarme y tratar de encontrar solución. ¿Cómo lo iba a hacer? Identificar un trauma y sanarlo no iba a ser tarea fácil. Igual, ya había salido carachita encima de la herida, ya pa’ qué me iba a preocupar por eso.
Me gradué del colegio siendo bien valeverguista gracias a todas esas situaciones incómodas, pero también me convertí en una piedra insensible que andaba a la defensiva en cualquier momento que presintiese el daño venidero. En muchas ocasiones, ser así me había evitado sufrir más de la cuenta, pero, cuando ya estaba en un contexto de vulnerabilidad donde supuestamente me sentía segura, no tenía ni idea de cómo comportarme. Me escolté en varios centímetros de tacón que me hacían caminar como una potra empoderada. Me pinté el cabello y me arreglaba un tris más de lo que el código de vestimenta estableciese. Me vestía siempre con algo que me hiciera sentir un poquito mejor. Al final, todas esas cosas eran paños de agua tibia que solo pretendían arreglar la apariencia desde afuera. No sé qué lograba con eso, pero fue mi estrategia de salida por mucho tiempo. Tanto así que, estando en la universidad, sacándola del estadio en muchos aspectos de mi vida, terminé quedándome en una relación de pareja que me agravó la cuestión interna que venía cargando desde hace tanto.
Con lo que procederé a contar no busco culpar a la otra persona, solo enfatizar en lo poco conscientes que somos al actuar sin pensar en las consecuencias que nuestras decisiones traen consigo. Durante los últimos meses de esa interacción, me sentí rechazada de manera constante por mi físico. No estoy diciendo que así fuera, pero esa fue mi forma de relacionar su comportamiento con un argumento “sólido” que yo pudiese aceptar. Me rechazaba un beso y era como si me metiesen en una piscina llena de hielos en medio de la noche. No me decía un cumplido cuando yo me sentía linda y era como si me estuviesen cortando el corazón en cuadritos. Cuando por fin tuve la valentía de salir de ahí, me refugié en los constantes comentarios de mis amigos, creyéndoles a ellos de lunes a jueves, y a mis 15 centímetros de tacón los fines de semana. Obvio servía el verme regia. Yo sabía el potencial que había dentro de mí. Lastimosamente siempre necesitaba que alguien me lo recordara. ¿El problema? Sus palabras se convirtieron en la medicina para mis heridas. ¿El problema? Sin su medicina, me derrumbaba.
A mediados de 2019 llegué a un peso corporal al que nunca había llegado. Me enfermé porque mi cuerpo somatiza mis problemas por algún lado. Si bien lo que tenía fue totalmente manejable, fue el cambio físico que esa situación trajo consigo, lo que me hizo notar que había un poco más que amar detrás de ese poquito de grasa acumulada. Duré mucho tiempo viéndome al espejo, dudando de quién era realmente lx dueñx de ese reflejo. No tenía ni idea de dónde provenía, porque mío no podía ser. Esa no era yo. Ni siquiera los cumplidos de mi pareja de ese momento eran suficientes para permitirme reconocer que esa era yo. Duré muchos meses en una batalla constante entre mis heridas y mi reflejo, tratando de apropiarme de la realidad y dejando ir el trauma. En ese proceso de persistentes disputas, muy pocas cosas me llenaban y simplemente decidí empezar a ignorar a la vieja rara del espejo. Peor aún, olvidé por completo lo que era sonreírle al lente de la cámara. Simplemente no me sentía yo. ¿Quién era?
Toqué fondo. Esta historia de alguna forma ya se las conté, pero el año pasado sí que toqué fondo. Ahí fue cuando empecé a notar que necesitaba con urgencia aprender a sobrellevar la situación y que el único medicamento que iba a sanar mis heridas, levantando la caracha y dejándome curar desde adentro, iba a ser uno suministrado por mí misma. No me tomen a mal. No era cuestión de automedicarme, sino de autoconocerme. Muchísimo me costó, literal y figurativamente, llegar a creer que me podía ver en el espejo e identificarme con mi reflejo. Lo empecé a lograr de maneras bien particulares -razón por la cual ahora tengo un pedestal de mi reflejo en mi celular (pero convo for other day)-. Pero, lo empecé a lograr. Empecé a ver resultados positivos de mil y un esfuerzos que me habían costado fácilmente unos 13 años de vida en donde, constantemente, no tenía ni idea quién era la loca esa de mis fotos.
A hoy, he aprendido que no todos los días me veo igual. A hoy, he entendido que mi cuerpo es una máquina perfecta, capaz de absorber los nutrientes, minerales y demás cositas que necesito para llevarme respirando desde que me levanto, hasta que me echo a dormir y hasta más. He descubierto que me he flagelado por no cumplir con patrones de belleza que alguien se inventó sin justificación aparente. La verdad sea dicha: obviamente fue un man el que se los inventó y, peor aún, siguen teniendo validez precisamente por eso. Es que además de cualquier cosa, a veces se nos olvida el entorno en donde crecimos y lo capaces que somos para romper con esas ataduras. Hoy, después de no ser capaz de ponerme un vestido de baño sin short o faldita encima, solo uso de esos que resaltan lo que más me gusta de mí. Hoy soy capaz de tomarme fotos de todo tipo y decirme “tremendo bollo, mi amor”. Me costó lágrimas de sangre y de vez en cuando siguen saliendo, pero, ¿saben qué? Hoy reconozco mi valor y el de mi cuerpo. Hoy sé que si me pude levantar antes, le puedo permitir a mi cuerpo sentarse un rato a descansar.
Y precisamente es por ese merecido descanso que me he sentado a escribir este secreto que bien guardado sí tenía. Siento que muy pocos sabemos lo que es cargar una cruz que todos los días te recuerda que tu físico no es lo que otros quieren que sea o que el rechazo (directo o indirecto) solo te profundiza más la herida. Siento que los que llevamos callando estas heridas por tanto tiempo solo sabremos lo que es sanarlas cuando las hablemos. El problema es que todos estamos tan malacostumbrados a minimizar estas situaciones que creemos que se resuelven a punta de lo que empezaron a llamar por ahí “body positivity”. Esta, como muchas otras cuestiones, está ligada a la salud emocional, más allá de cualquier cosa. Por eso, al principio de este relato, mencionaba la necesidad de autoconocernos. Cada proceso es distinto y eso implica que debemos asumir la tarea de reconocer aquello que nos ayuda a sentirnos mejor. Ojo, eso no implica cambiar el físico, sino hacer las pases de adentro hacia afuera.
Yo te comparto mi historia porque, después de tantos años, por fin pude quitarles el peso a las palabras que me dijeron cuando pequeña. Te dejo este pedacito de mí porque estoy anonadada con mi proceso y quiero que veas que aquí hay alguien como tu, dispuesta a lucharla contigo. Acá hay alguien que se empoderó de sí misma y ahora tiene la capacidad de tomar decisiones por su propio bienestar, así eso implique el meterse en situaciones y conversaciones incómodas. Ahora reconozco el poder que les di a esos niños que jugaban a ser mejores que yo, cuando en verdad lo que les di fue poder sobre mí. Ahora sé que el poder sobre mi cuerpo lo tengo yo y por eso decido no volverme a permitir dudar de sus capacidades y su valor. Gracias a esos que me hicieron daño, porque me hicieron más fuerte y más capaz de amarme. Gracias a los que me acompañaron y fortalecieron en el proceso. Hoy soy más fuerte que nunca porque no me rendí.




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