top of page
6457777_edited_edited_edited.jpg

EL SILENCIO

¿Con corazón? Sí, por favor.

  • Foto del escritor: Laura Villarreal A.
    Laura Villarreal A.
  • 6 dic 2021
  • 5 Min. de lectura

ree

Hace un tiempo, por pura casualidad del destino, me encontré con una persona con la que no me veía hace más o menos dos años y me di cuenta que esto fue una señal. Sí, yo creo en las señales, en el destino (que no está escrito, pero es un camino) y en la vida hablándome. El tal es que el plan supuestamente era ir a tomar café con una amiga que la vida me regaló hace muchos años, pero que se había ido del país y, por el pinshe COVID, no nos habíamos podido ver desde que regresó. Ella me dijo que nos veríamos también con una amiga en común. Al escuchar plan chisme de amigas, mi respuesta fue un rotundo y contundente “de una mi amorch, vamos pa’ esa”. En ese momento, mis últimas semanas no habían sido de mi entero agrado y, a pesar de intentar con todas mis fuerzas el sacarles algo positivo, a veces simplemente se me hacía misión imposible. Entonces, pensé que verme con ellas sería una excelente escapatoria de la realidad.


Llegó el día. Me fui caminando muy tranquilamente al punto de encuentro y, llegando, mi amiga me avisa que se demora. Con la mejor actitud entré al lugar para encontrarme con esa persona con la que tenía casi dos años de no ver. Qué iba a pensar yo que la verdadera razón de ese reencuentro iría más allá de un simple “nuestros horarios cuadran por fin”. Jamás se me iba a ocurrir que lo que estaba por pasar era la vida mandándonos una señal a las dos. Pero bueno, para no alargar el cuento, empezamos a hablar y contarnos esas situaciones que nos tenían el corazón un poco constreñido. Lo que para mí había sido una convocatoria a una tarde de chicas, la vida había decidido que se convertiría en la conversación más trascendental del siglo. Gracias a eso, nos dimos cuenta que teníamos muchas historias en común y muchos aprendizajes por compartir que, sin notarlo a primera vista, nos cambiarían el rumbo de los días venideros.


Miles de consejos llegaron a mí esa noche. Después de varios días en velo, decisiones trascendentes, viajes, situaciones de todo tipo y con el corazón achicopalado, le encontré un mayor sentido a eso que tanto hablamos. Antes de proceder a contarles mi mayor conclusión de ese día, debo resaltar que me queda una gratitud infinita por haber recibido consejos desde el corazón de aquellas personas que, aunque sus palabras hayan sido fuertes, siempre tuvieron la mejor intención. Fue por ellas que noté por primera vez que las personas tendemos a aprender desde el dolor. Con esto no legitimo el uso desmesurado de la violencia, ni nada por el estilo. Por el contrario, hago referencia a que, en muchas ocasiones, hasta que algo no nos duele, no entendemos que es mejor hacer las cosas de otra forma, o simplemente dejarlas de hacer. Eso sí, todos sentimos (o nos permitimos sentir) dolor de formas distintas, pero definitivamente lo más importante es dejarnos sentir.


El corazón tiene una fuerza enorme que a veces nos cuesta aceptar. Yo, personalmente, tiendo a silenciarlo en muchas ocasiones y, a pesar de que él intente hablar, es como si estuviera en una llamada por zoom en donde anda constantemente con el micrófono apagado. En algunos momentos, dejo que mi ego hable por mí y evito pensar en aquello que el corazón intenta hacerme obvio. No obstante, a las malas y mediante el dolor, aprendí que ese no era mi más sano mecanismo de defensa. Es por esto que hoy, a diferencia del 99.9% de las veces, les hablo desde lo más profundo de mi corazón porque, seguramente en algún lugar recóndito, alguien se ha sentido igual -o parecido- y vale la pena reforzar la empatía.


Este año pasó por encima de mí como una tractomula cargada de ladrillos y sin piedad alguna. Cuando recién inicié a escribir los primeros párrafos de este texto, no estaba en mis mejores días. Muy seguramente fue uno de esos tantos donde la tractomula se quedó varada y parqueó sobre mi espalda mientras resolvía. Pero fue precisamente uno de esos días cuando más me apropié de una frase que esa amiga me dijo cuando nos vimos. “El corazón siempre vuelve a donde fue feliz”, me dijo. Pensaba que era cierto, sin condición alguna. A medida de que pasaba el tiempo, veía cómo volvía a hacer cosas que me llenaban de regocijo o me acercaba nuevamente a personas de mi pasado que, en algún momento, mucho bien me hicieron. Optaba por llevarme a esos sitios que antes me recargaban. Básicamente volvía al pasado como si esa fuera mi cura, pero, en realidad, fue más una escapatoria.


En publicaciones pasadas ya les he contado un poco sobre la travesía que he pasado para llegar a donde estoy ahora. Creo que la publicación anterior lo dice todo. Hoy he decidido compartirles porqué no estoy de acuerdo con esa frase de que el corazón siempre vuelve a donde fue feliz. Bueno, la discusión está en un “parcialmente en desacuerdo”; tampoco tan radical. Después de haberlo pensado bien, creo que el corazón no es tan pendejo como para volver a donde pensó que fue feliz antes. Obvio, las decisiones que tomamos con ese órgano a veces tienden a no ser las más sensatas, pero cuando logramos trascender y aprender a estar motivados por él, nos damos cuenta que sus decisiones tienen una razón de peso. El problema radica en que la motivación puede ya haber pasado de moda y no nos hemos dado cuenta. Cuántas veces hemos escuchado -o sido parte de- esas historias de cangrejeadas que carecen de sentido (you know what I mean) porque seguimos tragados/enculados/acostumbrados a estar con alguien. Esas cangrejeadas siempre están motivadas por una chispita ahí, en el corazón, porque él creía que eso le hacía feliz. Pero es que ese segundito que duró, lo hizo feliz…


¿Acaso valía más ese segundo que todo lo que esa decisión conllevaba? La vida es demasiado corta como para vivirla pensando en tomar decisiones basadas en un segundo de felicidad, cuando en realidad estamos ignorando las lágrimas de sangre venideras. Nos hemos hecho creer que el corazón tiende a ser el malo del paseo, pero la verdad es otra. No existe nada más puro y motivado por sentimientos tan hermosos como lo es el amor, que lo que hemos denominado el corazón. El problema entonces no radica en él, sino en el miedo que le hemos sembrado negándole la capacidad de confiar en el proceso y en que el futuro traerá cosas mejores. “Es que ahí comí demasiado rico”. ¿Cómo vas a saber que no hay mejores comidas si no te das el gusto de probar nuevos manjares? “Es que, a pesar de que dolió, me sacó una sonrisa”. ¿Y si te arriesgas a sonreír en otro lugar sin que duela?


Después de tantos días, semanas y meses de sentir el peso de la tractomula, aprendí que podemos volver a donde fuimos felices única y exclusivamente si en realidad ese lugar nos merece, si el esfuerzo lo vale, si las consecuencias son positivas… Volvamos a donde fuimos felices, pero el corazón no es bruto, entonces dejémonos guiar. Escuchemos nuestros latidos. Aprendamos a leer las señales. Que un minuto de sonrisas valga más que un segundo de ansiedad. Arriesguémonos, vale la pena, pero motivémonos por un futuro recargado de nuevas experiencias. Aprendamos que solo sabremos si hay cosas mejores cuando decidimos vivir de nuevo. Y, como leí por ahí, “valiente no es el que sube, sino el que se levanta”. ¡Arriba, mi amor!


 
 
 

Comentarios


bottom of page