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EL SILENCIO

Hola, ¿de casualidad tienes una toalla?

  • Foto del escritor: Laura Villarreal A.
    Laura Villarreal A.
  • 27 sept 2021
  • 5 Min. de lectura

Actualizado: 29 ago 2022


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Hay situaciones en las que uno se ve inmiscuido sin estar preparado, pero definitivamente son las que más nos ponen a prueba. La semana pasada, un poco a las malas, pero con un tris de brujería, la vida decidió por mí el que iba a terminar en un #TBT (Throwback Tuesday, en este caso) con ganas. El martes pasado estaba dictando un taller con una compañera del trabajo en una oficina de terreno de la organización en la que trabajo. Ese día mi cuerpo me estaba haciendo entender que algo iba a pasar, pero, como raro, uno tiende a hacer caso omiso a esos avisos. Quién se iba a imaginar que momentos después me iba a arrepentir de eso… peeero bueno, si me hubiese arrepentido, no estaría en un avión inspirada y decidida a contarles esta historia. Sin más preámbulos, empecemos.


Como les dije, algo de brujería o tal vez práctica después de tantos años, me dijo que el cólico que estaba sintiendo no era normal. Yo, muy confiada de la tecnología de la aplicación que uso para hacerle seguimiento a mi ciclo menstrual, le dije al cólico que dejara de joder con un par de dolex y me hice la de los oídos sordos. Me pasé toda la mañana de ese martes con los típicos síntomas de una vieja a la que se le va a salir la sangre en cualquier momento (no salgan ahora asqueados por un proceso tan natural como lo es sangrar). Pero obviamente tenía que hacerle caso a la app; era I M P O S I B L E que me fuera a llegar en pleno viaje y estando C E R O preparada para semejante tragedia. Resalto que la tragedia no era la menstruación en sí, sino el cólico tan malnacido que estaba por aparecer al momento de la expulsión de la primera gota de sangre. Si, menstruar es una cosa increíble y el cuerpo femenino es una máquina perfecta, pero el trauma de los daños colaterales son inconmensurables (vamos a ser dramáticos porque estoy menstruando mientras escribo esto, ¿ok?).


Obviamente estaría feliz de saber que no estaba embarazada por otro mes más y de que mi cuerpo estaba funcionando perfectamente, pero adentrémonos en el trauma. Como les comentaba, estaba dictando un taller con una compañera a unas personas que no conocía en una ciudad y una oficina que no conocía. Empezamos el taller muy a las 2:10 pm con una breve explicación sobre lo que estaríamos haciendo por las próximas dos horas y media encerrados en esa sala de juntas. Era un espacio lleno de incredulidad, vibras extrañas y, sobre todo, un poco de intransigencia al ver a dos culicagadas dirigir a un público bastante hostil. Era un espacio helado, donde el aire acondicionado decidió apuntarme con fuerzas como si supiera que el frio me dispararía los cólicos y el malnacido lo disfrutaba. Recién terminé de dar un par de indicaciones y procedíamos a dejar a los participantes pelear con sus pensamientos a través de unos memos, me le acerco a mi compañera y le digo “Cris, ya vuelvo, creo que tengo una situación”. Ella no alcanzó a contestar y yo ya estaba sentada en el baño tratando de saber qué acababa de pasar. Más me demoré corriendo al baño que escribiéndole por WhatsApp a decirle que necesitaba ayuda.


Efectivamente la sangre estaba saliendo de mí y, como si fuera poco, decidió salir como si no hubiese un mañana. Tenía que hacer algo porque no estaba preparada para la llegada de mi tan amada menstruación. “Laura, pues escríbele a tu compañera, ella fijo tiene cómo ayudarte.” Obvio, eso hice. Ella, como siempre tan pendiente de su celular, no respondió. Tocó buscar otra forma, así que salí corriendo a mi morral en búsqueda de una solución. Yo, como siempre tan precavida, había viajado con tampones y toallas higiénicas porque “uno nunca sabe”. Ya les dije, alguito de brujería y experiencia envuelven a esta historia. Pero yo no sé qué sal tuve esa semana que preciso los tampones y las toallas las había dejado en la maleta. En ese momento entré en pánico. Literalmente revisé cada bolsillo de mi morral unas tres veces, esperando que mágicamente la cajita de los tampones apareciera en una corredera que ya había abierto. Ya no sabía qué hacer.


Lo único que se me ocurría era ir a una tienda y buscar toallas higiénicas, pero quién sabe qué podría pasar en ese proceso sangriento y desprotegido. No obstante, estaba en un espacio con dos mujeres más a las cuales nunca en mi vida había visto. Se me iluminó la cabeza y dije “bueno, será preguntarles, somos mujeres al fin y al cabo”. Justo después de que ese pensamiento se me posicionara en la cabeza, llegó el Throwback Tuesday con toda. Recordé mi etapa escolar y lo escalofriante que era pedirle una toalla higiénica a alguien en el salón. Me sentí ridícula teniendo 24 años y luchando contra mis propios pensamientos por la pena de pedirle a alguien su colaboración femenina. Pero bueno, para que me entiendan, acá va el throwback.


En el colegio, yo fui una de las primeras de la promoción en desarrollarme y siempre fue un misterio el descubrir cómo hablar con alguien de eso. Más que un tabú, la menstruación era como un libro secreto lleno de pócimas mágicas escondidas junto con Myrtle en el baño de niñas (si no entendieron la referencia, por favor culturícense con Harry Potter, gracias). Esto implicó que, por muchos años, nadie hablara del tema y, si lo hacían, estaba relacionado con alguna broma pesada e incómoda. A medida de que fuimos creciendo, todas fuimos entendiendo la necesidad de apoyarnos entre sí, especialmente cuando teníamos el totalmente adecuado uniforme blanco de educación física. Toda mujer en uniforme de educación física que tenía la menstruación, se amarraba el saco en la cadera. Era la ley de supervivencia institucionalizada entre nosotras. Siempre nos ayudábamos si nos manchábamos y sin decoro alguno, nos mirábamos la cola a ver si algo había pasado. Pero, ¿pedir una toalla? Yo no sé a quién se le ocurrió la grandiosa idea de meternos en la cabeza que pedir eso en voz alta es un delito o una ofensa gravísima.


Pedir una toalla higiénica en el salón era un trauma por la forma en que ese procedimiento se llevaba a cabo entre todas. Estaba el combo que, por alguna razón, siempre tenía toallas, pero eran enormes y las pasaban cual cartuchera de un lado al otro. También estaban las pudorosas que se las pasaban como si estuviesen contrabandeando algo en la mitad de la clase de cálculo. Luego, estaban otras que llegaban al salón con el megáfono instalado en la garganta y gritaban “¿alguien tiene una toalla?”. Para mí siempre fue una locura porque me encasillaba entre el grupo de las pudorosas. Qué oso que la gente supiera que estaba regluda, temperamental e insoportable, pero creo que era como obvio, ¿no?. La verdad es que viví traumatizada por un buen tiempo hasta la universidad.


Yo no sé qué pasa con este cuento que me ha hecho desviar un montón, pero el punto es que en plena oficina pregunté si alguien me podía conseguir una toalla y una compañera salió corriendo a salvarme el día. En cuestión de segundos, había superado mi mayor miedo de abordar a un desconocido con un “hola, ¿de casualidad tienes una toalla?”. Lo hice por supervivencia, pero aprendí que siempre habrá alguien más en sus días, dispuesto a ayudar, así que pregunten, amigas, estamos en sangrienta confianza. Al final de cuentas, ¿cuál es el raye con una toalla?


 
 
 

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