Pagan justos por pecadores: reflexiones de una politóloga encuarentenada.
- Laura Villarreal A. 
- 5 jul 2020
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 19 jul 2020

Un viernes de junio de 2020, 23:48.
Estoy ridículamente sentada al lado de la ventana de mi comedor esperando una moto. Sí, suena extraño y, sin duda alguna, puedo decir que es la primera vez en mi vida que puedo decirlo. por primera vez, sentí la necesidad de marcar 123. Extraño, ¿no? Tal vez fue culpa de la impotencia que llevo viviendo durante semanas al ver cómo las personas disipan su humanismo a través de las cuatro paredes en las que viven encerradas por casi tres meses. O tal vez soy solo yo la que ya cumplió los tres meses de encierro y eso está sacando una parte de mí que decidí guardar en un lugar secreto. Quién sabe qué me llevó a tomar la decisión, pero la tomé. La tomé porque me considero responsable de hacer cumplir un decreto que nos arranca libertades, pero muy ligeramente nos brinda salud. La tomé porque creo en la necesidad de acatar las normas, así estas a veces no nos gusten.
Desde mucho antes de que esta situación tan tormentosa empezara, algo dentro de mí decía que era necesario pensar en el bien común. Era una prioridad pensar en los demás, a veces un poco más de lo que pensamos en nosotros mismos. Algunos podrán no estar de acuerdo, pero yo decidí pensar en los otros tal vez una pizca más que en mí. Yo opté por quedarme sola en un apartamento de 50 metros cuadrados en vez de viajar a mi casa y dejar pasar el tiempo acompañada. ¿Mis razones? Una de gran peso, otras no tan divulgables. ¿Mi razón de peso? Mi abuela, de 84 años, vive con mis papás. Por pensar en ella y en el más mínimo riesgo que ella correría al verme llegar “sana y salva” a Barranquilla, me quedé. Sí, yo sé que se te vienen a la cabeza mil formas en las que pude haber viajado y que el riesgo pudo ser minúsculo.
Para mí, existe algo más trascendental que mi vida y es la muerte. No precisamente la mía, sino la de ella. Tal vez nadie lo entienda y reconozco que he asumido muchas cosas a lo largo de este escrito, pero así lo veo. Ella es el más hermoso recuerdo que tengo del ser humano más importante de mi vida. Aquel que, en sus últimos días, me pidió que cuidara de ella como mi más grande tesoro. Sí, así es. Estoy cumpliendo una promesa, más que una cuarentena. Pero tengo un compromiso conmigo misma. Creo fielmente que todos podemos salir de esta tragicomedia llamada pandemia. Algunos ríen diciendo que esto es un invento de laboratorio. Yo me río porque creo que esta es una lección de vida que algunos han decidido desaprovechar.
Precisamente por esos “algunos” es que decidí sentarme ridículamente en mi ventana a esperar una moto. Seguramente yo no soy la ridícula de la historia, pero tal vez lo sean aquellos que han decidido visitar aquel apartamento 1 del tercer piso. Tal vez ridícula sea la situación para otros. O tal vez ridículo sea que llevo casi 45 minutos esperando que la llamada al 123 resuelva una situación que se le ha salido de control al planeta. Obviamente me dirán que el planeta no tiene nada que ver acá y que la gente puede hacer lo que quiera porque el Estado no puede seguir restringiendo libertades individuales. Aquí vuelvo y me río. Deberías ser tú el que, por el bienestar de quienes te rodean, decides restringir tus propias libertades individuales.
Acá no se trata de la norma o de la moto que, si son cumplidos, en algún momento llegará. Acá se trata de ti. De tu capacidad de abstracción y de tu determinación por preservar ese poquito de humanidad que te queda entre tus manos. Por favor no dejes que se te escape esa última gota que llevas corriendo por tu meñique desde hace un tiempo. Por favor permítele a esta investigación usarte como variable de control. No escojas el camino pedregoso y empeores lo que sí puede denominarse “tragedia familiar”. Sí, sí, chiste de politóloga; un poco huesero. Pero ríete conmigo. Ríete de lo que hemos logrado multiplicar hasta convertir en la peor tragedia de los seres humanos que habitamos este planeta y seguimos respirando para contarla.
Te sonará extraño que ahora te invite a reír conmigo, pero la verdad sea dicha: hay maneras de gozar este tiempo sin poner en peligro a los demás. Ojalá mis vecinos entendieran lo que pasa por la cabeza de personas como yo –y como tú que crees en lo que escribo–. Pero ellos no son como nosotros. Tal vez ellos no tengan una promesa o un compromiso para consigo mismos. Tal vez ellos sean de los que creen que esto es un invento. Simplemente tal vez son de los que se cansaron de ver la vida pasar frente a ellos, mientras lo único que podían hacer era ver a través de la ventana. Este no es el momento para dejar que el privilegio nuble tu empatía. Este no es el momento para permitirnos pasar por encima de la lógica por un capricho.
Sí, tú, vecino del apartamento 1 del tercer piso. Tú eres un caprichoso. Por tu irresponsabilidad, quién sabe causada por qué, por primera vez sentí la necesidad –o más bien quiero decir la obligación– de apropiarme de mi deber como ciudadana en una ciudad distinta a la que nací, pero de la que me siento parte desde hace casi cinco años. Además de mi arraigado compromiso con los procesos electorales, hoy, el caprichoso de arriba, me hizo recurrir a lo que algunos llamarían “la ley y el orden”. Sin embargo, creo que más ley y orden nos imponemos nosotros mismos si vemos esta etapa de nuestras vidas como una oportunidad, no como un obstáculo o como una dificultad.
Ellos, los caprichosos que brincan, bailan, gritan, toman y cantan, me hicieron ver la cruda realidad a la que nos enfrentamos dentro de esta nueva cotidianidad. Acá no hay decreto que valga y mucho menos moto que se respete. Sin duda alguna, lo que se aproxima es la tiranía o más bien la anarquía. La tiranía del ser para con él mismo. La anarquía del ser para con los demás. Yo no estoy lista para salir a las calles a caminar y tener que encontrarme a más caprichosos como los de arriba. Pero estoy completamente segura que, hoy más que nunca, declaro el gobierno de los tiranos sobre cada espacio de mi ser. Hoy decido regalarle mis libertades a aquel que cree que puede gobernar el mundo encapsulado en una bolita de cristal porque hoy decido por mí y por él, que me acompaña en una noche extrañamente estrellada en Bogotá. Hoy, tu petición ha sido decretada como la única ley en mi ser. Hoy, mi ser se convierte en el tirano leal a sus convicciones y pensamientos que lo trasnochan.
Un sábado de junio de 2020, 00:23.




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