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EL SILENCIO

¿Salud mental? Nah, eso es puro cuento.

  • Foto del escritor: Laura Villarreal A.
    Laura Villarreal A.
  • 8 feb 2021
  • 5 Min. de lectura

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Después de haber pasado los últimos dos meses en Barranquilla y haber regresado a Bogotá hace un poco más de una semana, creo que he tenido el tiempo suficiente para pensar acerca de un tema que me viene haciendo la vida imposible desde hace años. Con esto de la pandemia, el haber pasado seis meses completamente sola en un apartamento, el haber dizque tenido covid y un par de cosas más, aprendí un poco a las malas a darle la importancia que se merece la salud mental. Más que un tema tabú en Latinoamérica –y en especial en mi familia–, he notado que es algo que todos, en algún momento de nuestras vidas, llegamos a minimizar. Eso sí, también se convierte en algo que –a veces más tarde que temprano– hay que enfrentar. Es por esto que he decidido retomar el blog con una historia personal para desahogarme y, de paso, compartirles un par de datos para reflexionar.


Hace un par de años ya, descubrí que estaba en un punto de mi vida donde muchas cosas no tenían sentido. Me sentía híper dependiente, atada a cosas que no me hacían feliz y dejaba mis emociones a un lado con tal de que mi entorno se sintiera relativamente tranquilo. Me descuidé en muchos aspectos y hasta llegué a tener problemas de salud física (nada grave, menos mal). Con el pasar del tiempo, empecé a entender que el problema radicaba principalmente en mi forma de tratar con mi entorno y lo mucho que había olvidado el amor propio. Empecé a trabajar en eso, decidí cambiar muchas cosas de mí y de mi entorno y abrirme a nuevas maneras de ver la vida. Entre esas tantas nuevas prácticas, nació este blog, por cierto. Pero bueno, el punto de todo este tema es contarles un poco sobre lo que significó para mi salud mental el estar esos dos meses en casa de mis papás.


Ya hace más de cinco años y medio que vivo en otra ciudad y el único tiempo en que convivo con mis papás es en vacaciones. Yo he cambiado muchos aspectos de mi vida personal y esto implica que algunas cosas de mí ya no son como antes. Aquí hago especial hincapié en la descripción que tengo sobre mí en este blog (vayan a chismosearlo todo). Mis papás son súper conservadores y yo, de forma lenta, pero segura, me he transformado en un ser bastante liberal. Solo con esto que les digo ya se hace obvio asumir, a simple vista, que choco con mis papás en la manera en que interpretamos la vida. La realidad es que hemos trabajado en eso como familia por montones. Sin embargo, estos dos meses fueron una travesía constante. Yo empecé maestría hace un par de meses ya y tenía mis hábitos de estudio bastante organizados, pero llegué a un ambiente de constante movimiento en donde los dejé de lado.


Empecé a darme golpes de pecho porque no lograba estudiar lo suficiente, no rendía y me demoraba más de “lo debido” terminando mis obligaciones. Intenté acercarme a mis papás para hablarlo hasta el punto en que les decía que quería regresarme rápido a mi casa para poder manejar mi tiempo de una manera distinta. La ansiedad empezó a atacar cuando menos lo esperaba. Me subí de peso y la angustia me desvelaba. Sentía que esa pérdida de control sobre mi tiempo estaba llevándome por un camino oscuro en el que no me encontraba. Había más cosas pasando que hacían que mi estabilidad emocional pendiera de un hilo, pero absolutamente todo lo que sentía, me lo reservaba. No le conté a nadie, literalmente a nadie. Empecé a somatizar las cosas y colapsé internamente. El colon me jugó una mala pasada. Mis papás ni por enterados, pero siempre diciéndome que preferían tenerme en Barranquilla para que no me deprimiera y ellos poder cuidarme. ¿Ah?


Ahí decidí que era momento de soltar. Mis papás no entendían lo que les decía y yo estaba siendo terca, no estaba viendo que algo estaba mal en mi forma de manejar la situación. Acepté que ya no podía hacer nada con respecto a aplicar –en casa de mis papás– los hábitos que venía aplicando en mi casa. Decidí, después de más de un mes, poner mi tranquilidad por encima de mi maestría, de los momentos agrios y las angustias. Detuve mi vida. Como había hecho hace ya un par de años, dije “basta, Laura, sal de aquí”. Recordé que en mis manos estaba voltear la moneda y verle la otra cara. Ya había aprendido a hacerlo por el acompañamiento que tuve antes, era momento de poner ese conocimiento en práctica otra vez. Pero, ¿y si no tuviera la experiencia de saber cómo manejar con estas situaciones?


Estando de vuelta en mi casa y después de haberme permitido llorar un mar de lágrimas para soltar todas las cargas que traía guardadas, miro en retrospectiva la situación y me doy cuenta que mis papás tienen una forma totalmente diferente de ver la vida. Siento que su forma de ver la salud mental es igual a la de mucha gente que conozco y me preocupa. De lo que he podido ver desde que empezó la pandemia, la salud mental ha sido un tema que ha logrado trascender tabúes e imponerse en la agenda pública a nivel mundial. Sin embargo, creo que el desconocimiento nos ha llevado a seguir evaluándola como si fuera algo momentáneo y pasajero si uno está acompañado. Esa visión de que la familia lo arregla todo es tan irónico como el pensar que el hablar de la ansiedad, la depresión o situaciones por el estilo, resuelve algo.


Como el Secretario General de las Naciones Unidas mencionó el año pasado, son muy pocas las personas que “tienen acceso a servicios de salud mental de calidad. En los países de ingresos bajos y medianos, más del 75% de las personas con problemas de salud mental no reciben ningún tratamiento. Y, en general, los gobiernos gastan en promedio menos del 2 por ciento de sus presupuestos de salud en esta cobertura”. Esto implica que, como lo señala la Organización Mundial de la Salud, los programas de salud mental, a nivel internacional, se encuentran sub-financiados. Pero, para lograr ver esto con ojos más críticos, vale la pena traer a colación un par de cifras. Según la ONU, “casi mil millones de personas en el mundo viven con un trastorno mental, cada 40 segundos, alguien muere por suicidio y ahora se reconoce que la depresión es una de las principales causas de enfermedad y discapacidad entre niños y adolescentes”. Llegando a este punto de la lectura, aproximadamente siete personas se han quitado la vida.


La realidad es que seguimos viviendo en un mundo donde se estigmatiza y discrimina a aquel que si quiera menciona la posibilidad de estar viviendo un ataque de pánico, de ansiedad o depresivo. Hemos estado tan acostumbrados por tanto tiempo a no darle importancia a esta parte de la salud, que preferimos ignorarla. Pero, ¿cómo hacemos para ignorar a mil millones de personas? Si bien la pandemia ha agudizado muchos casos de afectación a la salud mental, nos seguimos permitiendo llenarnos de cargas extras en el trabajo, la casa, las amistades y demás, que empeoran nuestra capacidad de respuesta. Así como debemos pedirles a los gobiernos que inviertan más en este tema, creo que también está en nosotros el quitarle la máscara al tabú y apoyarnos entre todos en los distintos ambientes en los que se desenvuelve nuestro día a día. Aprendamos a rodearnos de positivismo y abracemos nuestra salud mental. Ayudémonos entre todos a mejorar nuestras condiciones emocionales, así otros no le vean la necesidad.

 
 
 

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