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EL SILENCIO

Se hace camino al andar...

  • Foto del escritor: Laura Villarreal A.
    Laura Villarreal A.
  • 19 dic 2022
  • 5 Min. de lectura

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¿Alguna vez les ha pasado que sienten que todas las señales de la vida les hacen tomar una decisión y, después de haberla tomado, dicen: “creo que por aquí no era”? Bueno, creo que, en este momento, por aquí no era. Diría que me arrepiento de la decisión que tomé, pero, desde hace un buen tiempo, aprendí que no se trata de arrepentirse, sino de absorber aprendizajes. Al fin y al cabo no son errores, esas decisiones son lecciones de vida. Pero bueno, sin tanto trascendentalismo, vengo a aprovecharme de ustedes para pegarme la desahogadita que no me he pegado en los últimos dos meses y medio (sí, sí, la publicación va tarde porque ya voy para cuatro meses acá). Bienvenidos nuevamente a un capítulo más de esta tragicomedia llamada La Vida de Laura. Gracias por participar antes, ahora vayamos a lo que vinimos: un nuevo capítulo, pero ahora en la versión Noviembre sin Ti (el que lo entendió, lo entendió).


Si leyeron la anterior publicación, sabrán que hace un tiempo decidí abruptamente iniciar un proyecto de vida en mi ciudad natal, en la que no había vivido hace un poco más de siete años. Por más fuerte que hubiese sido el reto de organizar una mudanza sola sabiendo que iba a llegar a mi destino sin un rumbo fijo, algo en mí decía que era justo lo que necesitaba para el momento en el que me encontraba. Lo hablé mil veces con personas distintas y todos llegábamos a la misma conclusión: “probablemente esto sea lo mejor para ti”. Después de haberme metido ese discurso en la cabeza, entendí forzosamente que se había convertido en un reto de superación personal y de redescubrimiento propio, como ningún otro. Más que un cambio en mi vida, era una revolcada contra la adultez y contra una realidad paralela de la que me había alejado por mucho tiempo. Y cuando digo alejado, no me refiero solo físicamente, sino también de una forma emocional en donde había logrado hacerme la de los oídos sordos. Pero, ¿cómo no escuchar semejante estruendo si estoy en la mitad del choque de catarsis?


A las pocas semanas de haber llegado a vivir a la casa de mis papás -de nuevo y de manera indefinida y sin un camino por donde andar-, empecé a colapsar. Obviamente pasé de “esto era lo que necesitaba” a “Diosito por favor sácame de aquí YA”. Nada tenía sentido y parecía que por todo lado hubiesen señales que me dijeran “vete de aquí”, “no perteneces”, “mala decisión”, pero lo hecho, hecho está. ¿Qué sería de mí en el tiempo venidero si pisé tierra barranquillera para, casi que de inmediato, saber que tenía que dejar de pisarla? No fue solo la falta de rumbo profesional y los constantes rechazos laborales, sino la ansiedad constante de ver a un familiar desgastarse en una clínica sabiendo para dónde iba la cosa, sumados a los colapsos de salud de Raimundo y todo el mundo y a llegar a vivir a la casa de mis papás donde mi perrita también se deterioraba y mi mamá mandaba la parada. Para cualquiera esta última cosa sería la menos grave, pero, como siempre les digo, si han leído publicaciones anteriores, entienden la gravedad del asunto que hay dentro de mi núcleo familiar directo.


Dentro del cúmulo de situaciones que no daban tregua, el patito negro de la familia, o sea yo, estaba saliendo a ser tema de conversación a cada rato. Sobrepensar estaba siendo el postre del desayuno, el complemento del almuerzo y el plato fuerte de la cena de todos mis días. Definitivamente pertenecer estaba siendo imposible. Constantemente mi entorno me recordaba que algo andaba mal conmigo, pero definitivamente lo que más me pegó fue una frase que mis papás me dijeron cuando estaba chiquita “tu no llegaste con un manual debajo del hombro para nosotros aprender a ser papás; no somos perfectos”. ¿Estaba volviendo a ser una “mala” hija por no encajar, por ser diferente? En medio de tanto caos, esas diferencias entre mi forma de ver la vida -y vivirla- y la de ellos, se estaban marcando más de lo debido y estaban siendo resaltadas y atacadas por doquier. Si no era por mi forma de vestir, era por los aretes. Si no era porque se me veía una cana, era porque me faltó maquillaje. Si no era porque la blusa era para el domingo y no para el jueves, era porque me puse el vestido del sábado, un lunes.


En fin, un montón de tonterías que, subiéndome al ascensor, mi mamá contundentemente me resumió en una frase de abuela “al pueblo que fueres, haz lo que vieres”. Para acabar de rematar, cada vez que se presentaba la oportunidad, me añadía el “no todo en la vida es lo que nos gusta o queremos” o el “los papás cargamos con la responsabilidad de las decisiones de nuestros hijos”. En resumidas cuentas, mi existencia en Barranquilla estaba condenada al fracaso si yo no optaba por convertirme en lo que Barranquilla, según mi mamá, necesitaba de mí. Básicamente me tocaba dejar de ser yo para poder encajar en la nueva sociedad a la que estaba recién llegada. ¿Entonces me tocaría reinventarme, a pesar de acabarme de encontrar? Hard pill to swallow, lo siento. Simplemente no me cabía en la cabeza cómo me iba a tocar sacrificar mi esencia para poder lograr “entrar” a un lugar que, para mí, siempre fue mío, a mi propio estilo. Simplemente no podía entender porqué hacer 'x' o ponerme 'y' iba a implicar que no consiguiera trabajo. Simplemente era imposible grabarme en el cerebro que mis decisiones de vida iban a implicar un cargo de conciencia en la vida de mis papás, como si la decisión más banal que yo tomase, fuese a mover una ficha de su juego de ajedrez.


A este punto de mi vida, yo ya no sé cómo más hacer para que mis papás entiendan el poder que tienen sus palabras sobre mí, especialmente aquellas palabras que mi mamá usa para moldearme a su propia versión de mí que simplemente no existe. Me vuelvo a sentir como una mala hija supremamente maniatada, pero es que vivo entre la espada y la pared por el miedo que me da el decepcionarse de uno mismo o decepcionar a alguien más, especialmente a mi mamá. ¿A qué voy con esto? Te decepcionas a ti mismo al no hacer lo que en verdad te haga sentir pleno. Decepcionas a alguien más cuando haces lo que te hace sentir pleno, pero te saca del traditional scheme. ¿Entonces qué debería hacer? ¿A quién decepciono? Y, a ver, no me tomen a mal. Obviamente a pesar de la inexistencia de un manual de cómo ser padres, mis papás han sido excepcionales conmigo con la información que ellos han tenido. Sé que mis papás actúan desde el amor y a veces desde el miedo, pero pensando siempre en lo que ellos creen que implicará un mayor bienestar para su única hija. El único inconveniente acá es que yo desarrollé un nivel de conciencia distinto al de ellos y -de una forma u otra- critico la cobardía con la que los tradicionalistas y conservadores ven la vida. Por ende, el manual ya ha quedado obsoleto.


Al día de hoy, después de haberme amoldado al tema de la vestimenta, haber mandado miles de hojas de vida y que nada sirviera, aquí sigo sin rumbo, pero ya habiendo obtenido una claridad. A pesar de haberles dicho al inicio que creía que por aquí no era, entendí que la vida tenía un propósito mayor que solo pude leer hasta hace un par de días. El primero de noviembre, 65 días después de mi llegada, entendí que mi razón era familiar. La vida me había llamado a estar con esa familia que, de una u otra forma, había desatendido por más de siete años. Me reconecté, a pesar de empezar a sentir que me estoy desconectando por otros lados. Ahora, más en sintonía con mi propósito, creo que ha llegado el momento de tomar decisiones para vivir plenamente conectada, pero a mi estilo. En conclusión, “caminante no hay camino, se hace camino al andar”.

 
 
 

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