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EL SILENCIO

¿Será cantaleta o realmente es pura pataleta?

  • Foto del escritor: Laura Villarreal A.
    Laura Villarreal A.
  • 7 may 2023
  • 6 Min. de lectura

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Bueno gente fiel, la vida me ha tenido con muchas ganas de escribir últimamente, así que sigamos con la buena racha que traemos. Lo que se vienen son publicaciones por montón este año, se los aseguro. Eso sí, sin más carreta, esta es la historia de una señora y su carrito de compras. Pero, también es la historia de una señora y su indecisión con el carril peatonal. Aunque no lo crean, esta es la historia de unos carros que levitan al andar. La verdad es que también es la historia de un taxista muy cívico que las normas de tránsito me quiso enseñar. Y, si no nos vamos tan allá, esta también es la historia de mi vida, un par de veces más. Con casi 26 años y medio ya, tengo un sinfín de historias que me apetece contar y, cada día que pasa, cuanta ocurrencia se me cuele en el camino, me suele alimentar. No sé qué tanto me explaye en mi personalidad cuentera, pero, lo que sí sé es que, este montón de historias, un señor dolor de cabeza me suelen dar. Sin más, bienvenidos a una cantaleta bien preparadita, sazonadita, horneadita, servidita y listica para criticar.


Hace un par de meses ya, he venido cultivando la necesidad de echar esta cantaleta y, cada vez que me pasa algo similar a la primera historia que tengo por contar, digo “ombe Laura, apúrate y siéntate a escribir; deja de fregar”. Entonces, buscando dejar a un lado la joda, les cuento que, un tiempo atrás, me encontraba en pricesmart con mi señora mamá. En ese proceso tedioso de mercar, andábamos muy concentradas en seleccionar lo justamente necesario cuando se nos ha cruzado la idea de pasar por la sección de frutas enfriadas, o sea, la nevera. Esto implicaba pues el tener que caminar a través de un trayecto lo suficientemente amplio como para que dos carritos de compras pudiesen transitar en sentidos distintos sin chocar. Pero, como en todo lado siempre hay alguien sin igual, imagínense ustedes la joyita que nos vinimos a encontrar. En plena vía de dos carriles con doble sentido de movilidad, un carrito de compras atravesado vino a quedar. Sin dueño aparente, el pobre carro era el culpable de un descualquiere entre manzanas, mangos, piñas y demás. Segundos de confusión después, una señora muy perdida ha osado en decir “ay, perdón, dejé el carrito como en la mitad, ¿verdad?”. No señora, nosotras estábamos en la mitad de la vía de su carrito, ¿no cree? A lo que la señora muy despelotada continúa: “a veces uno vive como si existiera solo en la vida; como si no hubiese nadie más en su alrededor”…


Pero, como la gente no solo atraviesa cosas, sino que se atraviesa, a lo hecho, pecho, pero este espacio lo aprovecho. Hace días, saliendo del edificio donde está ubicada la oficina donde trabajo, voy, como buen peatón, caminando por el carril derecho. Nada fuera de lo normal acá, solo les cuento una práctica de viejo trecho. Laura, pero dijiste que era cantaleta así que algo debió quedar mal hecho. Bueno gente, resulta que, como uno imagina que el título de buen peatón no fue ganado en un latón, cada quién debe andar por su carril derecho, no atravesado como un bufón. Sin embargo, siendo casi las seis de la tarde, justo a la hora cuando la panza por hambre arde, no hay lógica que el cuerpo guarde. Tratando de huirle al horario laboral, y con mucha cara de amargura, una señora un poco desubicada de continente andaba caminando de afán por el lado izquierdo y casi me choca con rabia pura. Con cara de desdén, me mira para que me quite, como si ella fuese quién sabe quién. Señora cómo me le quito del camino, si aquí andamos todos como caballito de paso fino. Por mucho tres pasos para adelante, siempre quietos y mucho jarabe de aguante. Yo no logré medir su nivel de descaro, pero con esa pataleta y desubique, a esa señora lo que le faltaba era un guaro…


Ahora, como el tema de la movilidad está haciendo suficiente contenido aquí, les traigo la historia de los carros que levitan en la ciudad donde nací. Yo no sé si es que hace un par de generaciones las licencias de conducción las regalaban, pero en la formación alrededor de las normas de tránsito al parecer no enfatizaban. Desde que manejo como buena adulta independiente, he notado aún más la falta de mínimo tres dedos de frente. Se me hace una cosa loca cómo manejan sin modales y mucho peor como toman las curvas sin direccionales. Ni hablar de aquellos que manejan camionetas, que se juran que pueden volar en las calles como avionetas. Andan por ahí sin importarles la vida de un peatón; es que se atraviesan los cruces sin llevar la vía porque “yo soy todo un fortachón”. Además, por creer que el pito hace que el carro de adelante active las hélices, lo usan como si de él dependiera el estar felices. Todavía no me cuadra cómo funciona el tema de cómo a esos petardos al volante, no les jode la existencia el ser tan pedante’. Esta gente la amabilidad de la ciudad no la extrapola, porque o si no, la cabeza se les descontrola. Lo que sí creo es que la historia se contó sola.


Y como obviamente la estrella principal de cine no podía faltar, les quiero contar la historia del taxista y las normas de tránsito, para culminar. Para aclarar, este señor destaca de la historia anterior, porque, en vez de ser taxista, debería ser todo un educador. Resulta, pasa y acontece que, arriesgando mi ser en una vía donde mis habilidades de novata manejando carro mecánico todavía son puestas en duda, muy convencida logré llegar al semáforo de una calle empinada sin ayuda. Al este haberse puesto en rojo, me he detenido, causándole al sujeto en cuestión, bastante enojo. Van ustedes a ver y es que, por más de que mi direccional logré poner, no lograr el giro a la derecha antes de tiempo, lo hizo arder. Muy educado el señor, me levanta la voz para que mi ventana yo empiece a bajar, intentando lograr que una clase de conducción gratis me pueda dar. Al ver mi desinterés, con gestos y señales me dio a entender “vieja bruta, aunque el semáforo en plena intersección de la 84 esté en rojo, a la derecha puede coger. ¿No ve que por usted yo me enojo?” Pero señor, si mi pellejo voy a arriesgar, por lo menos dígame que el daño del carro usted me lo va a pagar…


Señoras y señores, se acabó la prosa, porque ahora lo que viene no se rima, sino que se desglosa. Yo no sé qué conclusiones saquen ustedes del par de regalitos que les he dejado pa’ que suenen bonito, pero definitivamente lo que les falta a todos es un librito de conciencia ciudadana, como poquito. Es que, a ver, ¿a quién le cabe que vive en un mundo individualizado? ¿Será que le cabe en los tres dedos de frente que lleva la gente? Ni al Papa en el Vaticano, ni a las vacas en el llano, ni mucho menos a un marciano… Aquí vinimos todos a vivir en comunidad, porque es que solos esto de la existencia no se nos va a dar. El ser humano, per se, es un ser social por naturaleza. Esto implica que, por más que intentemos vernos como los chachos, el creer que nuestras acciones no afectan a los demás, es una torpeza. La verdad es que nuestro comportamiento genera un efecto mariposa, y el pensar que a la gente del común no le importa, me pone es ansiosa. ¿Cómo es que vamos por la vida pensando que si camino así o manejo asá, a nadie le va a afectar? ¡Es la vida, señoras y señores! ¡Algo ha de importar!


Hace un tiempo ya, estuve compartiendo opiniones ñoñas con un compañero de la universidad y él me decía que nuestras generaciones, especialmente la de los años 90, han ido rompiendo paradigmas, especialmente el de la “apatía emocional”. Y es que, para mí, esa fase de individualidad, no es generacional. No se trata que estos por la falta de clases de conducción y aquellos por lo que le sobra de contestón; es más bien la falta de respeto colectivo por la que este mundo se ha ido a la perdición. ¿Qué pasaría sí, en vez de creer que el mundo es mío, nos fijáramos en el otro, sin armar un lío? ¿Qué pasaría si la señora del guaro levantara el tarro para caminar sin generar un choque bizarro? ¿Qué pasaría si ese que cruza la calle como avión en su camionetón, pensara en aquel peatón que, por fijarse en su condición, no miró el taxi que giró en rojo como un ciclón? ¿Qué pasaría si en vez de emputarse, el señor del taxi no pidiera el vidrio bajarse, sino revisar que el giro puede esperarse y también él puede calmarse?

 
 
 

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