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EL SILENCIO

Vuela alto, angelito.

  • Foto del escritor: Laura Villarreal A.
    Laura Villarreal A.
  • 31 ene 2022
  • 7 Min. de lectura

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El final del 2021 y el inicio de 2022, en mi caso, definitivamente no caben dentro de lo que uno describiría como “normal”. Fue precisamente por eso que me desconecté de muchas cosas para así poderle dedicar alma, cuerpo y corazón a otras. De antemano te digo que lo siento mucho, sé que me alejé y espero lo entiendas. A lo largo de este escrito, contaré parte de lo sucedido solo con ánimos de desahogarme porque tal vez me entiendas y/o necesites saber que alguien más se ha sentido como tú. Eso sí, puede que, por esa misma intención de desahogo, el texto sea más largo de lo que usualmente suelo publicar. No obstante, espero te enganches en este proceso de lectura porque sale desde el lado más oscuro y profundo de mi corazón, justo de ese lugar donde están ocultas todas esas cosas de las que no me gusta hablar.


Hace un par de meses ya, durante una llamada con mi mamá, ella me contó que mi núcleo cercano estaba pasando por un momento complicado. Mi perrita sería sometida a una cirugía de alto riesgo. Mi papá fue diagnosticado con una enfermedad delicada. Mi abuela estaba presentando un cuadro hepático que había presentado casi cuatro años atrás. La cirugía salió perfecta. Lo de mi papá había sido un mal diagnóstico. Mi abuela… bueno, la cosa siguió así por un tiempo. Yo tenía un mal presentimiento, No me gustaba en lo absoluto cómo me estaba sintiendo cuando el tema se retomaba. El caso es que, después de muchos meses de enterarme por llamadas después de que las cosas pasaran, el 12 de diciembre llegué a Barranquilla a la casa donde viven mis papás, mi perrita y mi abuela. En ese momento, me llevé una no muy grata sorpresa al ver el deterioro de salud de la que se convirtió en mi segunda mamá. Mis papás me fueron poniendo al tanto de la situación y, la verdad, no hubo noche en que yo durmiera tranquila. Los días fueron pasando y la zozobra no cesaba. El constante estado de angustia y desasosiego en el que vivíamos mis papás y yo, era de no acabar.


Empezamos las novenas y, como ya se había vuelto costumbre desde años atrás, siempre sacábamos la mejor disposición para rezar. Esta vez, como nunca, lo haríamos en el cuarto de ella, mi abuela. Cantábamos los gozos y ella toteada de la risa porque mi papá hacía recocha o porque mi perrita pegaba alaridos para que la consintieran. Fuimos poco a poco tachando cada fecha en el calendario, pero fue como si estuviésemos contando los días para la llegada de una noticia. El 24 de diciembre, reunidos en familia, estuvimos con los ánimos un poco bajos, pero, dentro de todo, habían signos de mejora. Nos sentíamos un poco tranquilos. Hasta que llegó el 25. Mi abuela no amaneció muy bien y así siguió hasta el 26. El 27 no dio tregua y el 29 estábamos tomando la decisión de llevarla a urgencias. Entró a cuidados intermedios en UCI. El P * T O covid nos dejaba verla solo un ratico al día, una persona por día. Cada vez que podía entrar, me contaba chismes sobre las enfermeras y yo le contaba las locuras de mi perrita. Ella solo se reía y me decía “ya casi le llega la que le pone juicio”. Hubo mejora. Los médicos hicieron su magia.


La pasaron a habitación siete días después. En la habitación, la mujer que siempre se disfrutaba un plato de comida, no quería recibir nada. Mi mamá se quedó con ella cuidándola. Mi papá y yo íbamos desde temprano en la mañana y nos quedábamos hasta tarde en la noche. Nuestro único propósito: sacarle la mejor sonrisa cada día. Tocaba esperar. Solo los médicos y Dios podían hacer algo para ayudarla (sí, creo en Dios y en gran parte es por ella). El miércoles 12 de enero de 2022 se la llevaron a UCI de nuevo. El cuadro empeoró. Médicamente era casi que imposible una recuperación, así fuese parcial. Mi familia se reunió. Ahora solo Dios podía hacer algo. Diosito, por favor haz algo. Eso era en todo lo que yo podía pensar desde ese miércoles. No quería saber que la persona más fuerte, energética y cascarrabias estaba sufriendo de la forma en que ella lo estaba haciendo. Llegó el 15 de enero. Mis tíos y mi mamá entraron a verla. Los médicos dijeron que quedaban horas o tal vez momentos. Solo quedaba esperar esa llamada.


6:55 p.m. Se nos fue.


Su cuerpo físico se despidió de este mundo material para trascender a aquello que aprendí a llamar “la vida después de la muerte”. Esta era la segunda vez que yo vivía un choque tan aterrador como lo es el enfrentarse al fallecimiento de un ser querido. La primera vez fue con mi abuelo, su alma gemela, quien hace casi 10 años nos había dejado la tarea de acompañar a mi abuela hasta el final. Abuelito, te cumplimos. Ahora había llegado el momento de que ella regresara a ti para que volvieran a vivir momentos de felicidad absoluta como solo ustedes sabían. Miraba al cielo y llegaban a mí todos esos recuerdos de ellos en fiestas, celebraciones y momentos memorables que seguramente repetirían una y mil veces en un estado inmaterial del alma. Mi abuela llegaba con una copita de Aguardiente Blanco del Valle (sin azúcar, obvio) a bailar los 50 de Joselito mientras se deleitaba con un banquete de pandebonos, tamales y sancocho.


A pesar de los miles de recuerdos bonitos, el dolor no se iba… no se va. El dolor de alma tan profundo que sentí ese sábado y en momentos posteriores, es inconmensurable. Por más de que yo le rogara a Dios y a mi abuelo que intercedieran por mi abuela para que descansara, aceptarlo era otra historia. Yo sabía que era lo mejor para ella. Lo sé. Pero desprenderse de la idea de que, físicamente, ella no estaría más acá, se me hacía misión imposible. Era un sentimiento que provenía desde el ego. No me quería despedir. No quería aceptar que esta vez no sería lo que yo quisiese, sino lo que fuese mejor para ella. Esa parte de mí que hablaba desde el ego, solo quería volver a vivir 25 años de mi vida con ella y que fuesen infinitos.


Pero, mi amor por ella siempre ha sido más grande que cualquier ego. Ella me enseñó lo que es el amor incondicional en todas sus formas. Yo debía devolvérselo. Llegó a mí una realización repentina que fue lo que me regaló un poco de fortaleza dentro de tanto llanto. Después del fallecimiento de mi abuelo, le escribí un libro de poesías en prosa y uno de los escritos decía “te fuiste para volver, te fuiste, pero te quedaste dentro de mí”. Eso era lo que debía afrontar. Mi yo del pasado había aprendido que el duelo, el dolor de la pérdida, era aceptar que físicamente el cuerpo no estaba, pero mental y espiritualmente siempre seguiría ahí. El duelo en verdad se termina convirtiendo en un proceso de desapego material para poder enfocarse en reconectar con su ser espiritual. Vivir el día a día, paso por paso, sintiendo el proceso del duelo así, se convirtió en mi meta personal. Eso sí, no les voy a mentir. Ya van dos semanas y hacer las pases con esa idea es todo menos sencillo. No puedo esperar sanar de la noche a la mañana, pero intento buscar fuentes de alegría, así sean momentáneas.


A pesar de no haber receta mágica para semejante choque con la realidad de la vida, después de vivir varias veces un duelo de este estilo, sé que hay un par de aprendizajes que me gustaría compartir contigo. Sé de entrada que hablar de la muerte es uno de aquellos tabúes que está marcado por el afán del secretismo, especialmente porque todos vivimos, entendemos y valoramos ese suceso de formas distintas. Entonces, sin ánimos de interpretar la situación por ustedes, les comparto mi perspectiva por si de algo les funciona. Con el pasar del tiempo durante el proceso de duelo que viví la primera vez, descubrí que no hablarlo, guardarlo en la profundidad de mi empedrado corazón, sería inútil. Somos humanos y siempre queremos respuestas. Necesitaba aprender a entender que el trasegar de la vida tiene un desenlace fatal. Un desenlace que se fataliza desde lo material.


Sin embargo, desde lo inmaterial, no hay desenlace; la historia nunca termina. Como lo plantea Coco, la película de Disney, después de haber partido de este mundo material, nuestro ser solo desaparece cuando la última persona viva deja de recordarnos. Entonces, como me dijeron hace unos días, lo que duele es la costumbre, aquella directamente relacionada con los recuerdos que hemos construido con esa persona que físicamente se ha ido. Pero, lo que a mí me ha funcionado de una manera muy grata, es aferrarme a esos recuerdos porque se convirtieron en granitos de arena que la persona nos brindó para fortalecer el rumbo por el cual caminamos en la construcción de nuestro propio futuro. Eso solo significa que los momentos vividos se transforman en pilares fundamentales de quien soy yo ahora. Gracias a su legado, la he recordado, la recuerdo y la recordaré siempre. Ella ahora camina conmigo desde el cielo, asegurándose que mis pilares no tambaleen, mientras yo la miro desde acá orgullosa de saber que aprendí de ella a ser una mejor versión de mí.


Sé que ella está en cielo disfrutando de su nuevo entorno, después de haberse reencontrado con un par más de angelitos que hace un tiempo se desprendieron de este mundo material. Sé que, desde el amor más profundo que le tengo, era lo mejor para ella. Acá en este mundo material lleno de caos y desdicha (con un montón de cosas hermosas también), estaremos felices de saber que compartimos la vida contigo porque somos las huellas que dejaste al transitar tu camino. Nosotros, tu familia, somos las semillas que tu y mi abuelo sembraron. Ahora nosotros trabajaremos con los frutos que nos han dejado. Gracias por compartir tus aprendizajes conmigo. Camino contigo como una nueva guía que ilumina mi andar. Gracias infinitas, Osha. Te amo para siempre.

 
 
 

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